domingo, 24 de abril de 2011

la abuela Meretriz mientras espera

Yo me posaría en una de tus articulaciones y fingiría sopor,
un cansancio existencial, una especie de amnesia muscular, no sé,
algo que justificase la parálisis en los huesos, el vaivén de los poros.
Seguramente tu olor me recordaría a una monja haciendo gárgaras,
entonces reduciría tu voz a añicos, a trozos de hincapié, a naipes hechos trizas.
La poesía de tu cuero cabelludo se aliaría con el tiempo, o más bien
con el destiempo, que tiñe de ámbar las pestañas de los pies y las plantas de los codos.
Me harías preguntas cosiendo con los meñiques palabras al azar, con el fin de acentuar
lo perpleja que me deja tanta feromona enfurecida,
¿Qué dónde vive Dios? Pues francamente no lo sé;
supongo que en el cosmos, flotando en armonía con todo, menos consigo mismo.
Petrificaría cada gesto del hoyuelo de tu intestino,
como el genital disecado que descansa en nuestro altar.
Finalmente, descubriría en la dulzura de tales actos primitivos
el triangulo de la perfección apoteósica, el secreto de la cúspide del término redondo,
la santa trinidad en la maraña de ingles, absurdos vellos y lunares abyectos:
una hamaca de pelo de unicornio,
una piel mutua
y un sol de mimbre.

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