domingo, 13 de septiembre de 2015

La furia reseca

Estar al borde de un precipicio (de un precipicio por antonomasia)
es el momento más tranquilo de la vida porque no hay nada que perder,
ni nada que ganar, ni nada que sentir porque ya se ha sentido todo.
No quiero dar miedo. Solamente he venido a explicarme.
No pretendo abrir almas en canal, solamente he venido a explicarme.

Me he sumergido en todas las alcantarillas de mi ciudad
en busca de una especie de gurú que me ayude a entender el hedor.
He atravesado todos los hipódromos susurrando a los caballos
para atrapar un misticismo cotidiano que mantenga mi diafragma liberado.
He mirado a través de todas las mirillas para ser llamada observadora.
No hay manera de alcanzar la ansiada paz mediante mecanismos de fricción,
ni juegos de artesanía literaria, ni mantras tibetanos.

No he venido a defenderme.
pues me abstengo de mí misma.
No he venido a acariciarme,
pues dimito de mí misma.
No he venido a perdonarme,
pues finiquito,
finalmente,
mis presencias.

Un momento, por favor. No he venido, ni siquiera, a explayarme en lamentos categóricos.
Es verdad que existen en la historia ciertos momentos de desgarros metaexistenciales, desgarros del tiempo y del espacio, desgarros universales y ancestrales de los cuales es imposible emitir un juicio, porque los vocablos humanos aparecen en estos casos como perritos castrados con un lacito turquesa en lo que hubo sido el aparato genital.

la paz es un dinosaurio rotundo que se despereza.

En este ambiente entumecido hay el tallo de una flor flotando cerca de la lámpara.
¿Dónde ha quedado la decencia?
Me empeño en protejer los trozos que me conforman,
Mantengo intacto mi instinto de supervivencia, soy, en definitiva, una buena hija de mi raza humana, de todas las razas vivas.

visualizo mi muerte como un baile de escobas.


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