jueves, 20 de febrero de 2014

21:23

Oigo la llamada tímida de la tierra, ¿cómo te ha ido, hija mía? Me pregunta con su voz vieja y triste, voz de marfil fragmentado. 

Entiendo muy poco de este idioma inventado por las flores: el idioma de las cortinas 
que se mueven muy suavemente 
por la brisa de la media tarde. 
El olor a musgo en la cara de un hombre. 

Pero yo le respondo a la tierra, porque a la tierra hay que responderla, hay que respetarla porque es ancestral y porque se ha tragado a mis antepasados y porque aguarda con paciencia también mis células. 

Y le hablo a la tierra. Y así le hablo a la tierra: 
Mi mente me engaña y afea el mundo y se me suben los colores a las mejillas y mi boca fabrica dolor abdominal en los cuerpos que me aman.

Tengo miedo, como siempre.
De la soledad y de la tristeza que se engancha a la suela de los zapatos como papel higiénico manchado por cualquier culo miserable. Del otoño y de mi voz carcomida por mi misma, por mis gritos que no entienden nada.

Soy incapaz de parar mi cabeza. 
Soy masoquista en mis pensamientos enfermos, llenos de pus y de mierda y de veneno. Soy tóxica para mis mismas entrañas, soy tóxica para mi trozo de hígado que respira por el mundo.Tiene rizos y tiene un nombre medieval (mi hígado).
Y digo todo esto tranquila. Sin el menor signo de orgullo herido. Con los ojos secos y mi consciencia que a ratos flaquea,  pero que ahora se mantiene despierta. 

Me siento atrapada en una inercia. 
En una cárcel dialéctica que atenaza mi cerebelo 
y, joder, también mi espíritu. 
Porque soy una masa de vísceras, pero 
amo tanto, 
tengo una cantidad tan ingente de amor
en mis manos, en mi vulva y en mi pecho
que soy capaz de espiritualizar la pata de una mesa. 



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