miércoles, 3 de agosto de 2011

una carretera larga con un compañero de viaje mugriento que no para de beber y de sonreír. Tiene una nariz modernista y unos labios de ganchillo que dejan entrever tres o cuatro heroicos dientes que han sobrevivido (seguramente) a un ladrillazo. Habla de conspiraciones y de muertes súbitas de bebés somalíes mientras lame la leche en polvo de sus dedos. Alguien canta y los pulgares señalan al este, al este, siempre al este, intentando parar a los coches pero sobretodo rasgando la tensión sexual que hay entre el borracho y yo. Se cuenta los dedos y le sobran ocho. Tanto aire decadente me hace vomitar. Allá bajo el sol está la tierra prometida, la tierra de los anuncios por palabras y las hadas nocturnas, la tierra soñada donde la piel es un disfraz corrosivo.  Pero los coches nos ignoran como si fuésemos gusanos dentro de un pomelo, y en cierta manera lo somos, vivimos con la tripa pegada al suelo y si nos cortan la cabeza podemos vivir, un poco más desorientados, pero vivir al fin y al cabo. Me trago una roca mientras que el borracho decide hacerse el muerto para atraer a los cuervos.  El panorama es deprimente y la temperatura templada. A lo mejor un espejismo nos hará la espera más llevadera y la lengua se derrite en los zapatos.

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