lunes, 8 de noviembre de 2010

Son fantásticos los miedos pueriles

Alguien está estirando los pellejos de mis pulmones hacía abajo y no es que me queje, me gusta que mi corazón lata y que mis riñones filtren mi sangre, me gusta pesar menos en la luna que en la tierra y me gusta que la velocidad sea igual a distancia partido tiempo. De verdad que todo esto me gusta y no es por ello que me quejo.
Pero a veces algo pasa y todo se desestabiliza, y entonces es la velocidad lo que empieza a latir, mis riñones filtran la luna y la tierra pesa sobre mi corazón y el tiempo es igual a distancia partido sangre.
Soy y por ello padezco, esto es así, no hay más, una ley infranqueable que siempre ha estado escrita en una lenteja y traducida a garbanzos, habas y demás criaturas. Un trozo de verdad acolchado que está ahí, que flota en el subsuelo entre musgo, cigarros y borradores de epitafios de gente que aún no ha muerto [porque todavía no ha nacido] 
Otras veces nos azota la sencillez de la vida con sus siete dedos largos y sus cinco uñas ciegas, y es dulce, tan dulce que nuestros pensamientos se vuelven agua y nuestro agua se vuelve vino. Otras veces ocurren milagritos, pinceladas deliciosas y la veo a ella. Tan soez como la muerte misma, esa nariz marciana me mira con desdén eufórico, con la pasión enfurecida de los rezos enquistados. Esto es. Ella es. La solemnidad de una flatulencia espiritual que hace vibrar el alma. Una mujer sumamente fea me sujeta la puerta y me sonríe. Le faltan tres dientes y yo me acabo de enamorar.





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