martes, 23 de marzo de 2010

Petit diluvi

pirámide sin filtrar


Si me fugué algún día, fue con aquel poeta de pajarita rosa y rabo entra las piernas. No, no negaré eso. Es cierto que babeé flores por el simple hecho de ser flores y no por el arcaico sonido de las olas del cielo. Babeé y punto. Como también babean los sueños sobre las cabezas de las camas, o los bebés a sus sonajeros de charol. Babeé con ganas, es verdad, como si la vida consistiese en sólo eso, como si cada gota de saliva fuese bocanada mestiza de aire puro, como si babear impetuosamente fuese requisito esencial y único para no dejar de babear impetuosamente. Así babeé yo. No, tampoco puedo negar eso. Es cierto que me quité los ojos con cucharones de servir, ¿por qué acaso hay manjar más absoluto, más divino, más celestial que las bocas oculares? No, no lo hay. Se han dado casos de deliciosos fluidos humanos, pero rara vez superaban la exquisitez de los ojos propiamente dichos. Por ahí sí que no paso. ¡Claro que no me quedé dormida con el rumor de dos colibrís cortejándose! ¡Qué vulgaridad! Además tampoco dispuse de tiempo para una simple cabezadita, que lo atestigüen las babas abandonadas a su suerte o mis cuencas vacías sin ojos que sujetar, que lo confirme el poeta de pajarita rosa y rabo entre las piernas que bebió de mis salivas, que comió de mis ojos.

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