lunes, 20 de septiembre de 2010

crónica del desagrado y de la felicidad


Ya no distinguíamos entre el mal y el bien, entre la luz y la sombra, entre los carbohidratos y la fibra. Nos tumbábamos en la cama, sobre esas colchas de colores indefinidos, sobre ese olor a amor agrio y bebíamos cerveza caliente y nos caían por la barbilla hilos espumosos de origen incierto. El tiempo no pasaba por nosotros, porque le dábamos miedo, temía nuestras ojeras azabache y el estado vegetativo de nuestras almas. Sí bueno, en cierto modo éramos inmortales.

Los tiroteos urbanos llegaban a nuestros oídos de manera lejana, confundiéndolos a veces con algún aviso de infarto de nuestro corazón. A menudo me dejabas sola, yo lo sé, con un esfuerzo sobrehumano levantaba el brazo derecho y palpaba, palpaba tu lado en la cama, y tú no estabas, yo sé que no estabas, no sé por qué pero me dejabas sola. Y en esos ratos de soledad me dedicaba a beber más cerveza caliente y a preguntarme como habían llegado al techo esas pisadas. Al cabo de un rato, volvía a notar tu respiración serena pero pesada como un elefante muy muy gordo y muy muy erudito. Así era tu respiración, gorda y erudita. Como si nunca te hubieses ido. A lo mejor ciertamente nunca te habías ido, era yo la que me iba, o qué sé yo, a lo mejor se producía algún accidente cósmico espacio-temporal ahora tan de moda.


Tu padre había muerto en el parto y tu madre, más tarde, se murió de pena. O eso me decías a modo de buenos días. Otras veces vertías el contenido de la botella de tu cerveza caliente sobre mi escote. Esas veces yo sonreía, y no era para menos. A mí me gustaba cantar en francés, aunque no tenía ni idea de francés. Pero cantaba y tú me animabas a cantar más fuerte, más alto, con más consistencia. Era interesante el decrepitar del fuego martilleándonos las orejas.




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