sábado, 4 de septiembre de 2010

QUE CUNDA EL PÁNICO

Las monjas mascan chicle, fuman en pipa y bailan. Bailan con la pasión de sus rezos, mueven la piel, los huesos y el hábito al ritmo de esa música satánica que cae en cascada de las entrañas del altavoz.
Ronronean apegadas a ese rito más antiguo que las horas, tan antiguo como siempre, como nunca. Las estrías en sus pieles jóvenes se regocijan al oír la sangre gorgotear, sangre fresca buscando un clímax que no les pertenece, igual que las flores no pertenecen al viento, igual que el picor no es monopolio de la epidermis. Funden sus mentes con las notas, sus cuerpos se elevan, milagro, levitan. La pureza de sus ombligos se vuelve dulce y se desdibuja el miedo al infierno, porque el único infierno es dejar de volar. Se nutren del goce ajeno y disfrutan nutriéndose, lo cual todo se reduce a una vorágine de goces y disfrutes que las embriaga y las transporta a un estado húmedo cual beso entre hermanos. La elegancia se contagia por medio aéreo y no hay más que ver los movimientos perfectos de las falanges de los dedos de sus pies. Son una combinación de arterías, misticismos y electrones esperando a ser descubiertas.

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