domingo, 24 de octubre de 2010

La cruda carne y la realidad poco hecha



Al fin y al cabo todos tenemos fémures, más largos o más cortos. Pero fémures.
Podríamos atar nuestro intestino a la luna y dar siete vueltas alrededor, mientras recitamos con voz ronca la tabla periódica que nunca tuve ocasión de aprenderme. O podríamos quedarnos muy quietos y analizar la no existencia de nuestro no movimiento y volvernos locos porque nuestra mente humanoide no está preparada para comprenderlo. O podríamos teñirnos el vello púbico de fucsia y mimetizarnos así, con nubes de caramelo mientras nos baja la tensión de tanto silbar. No concibo  Reikiavik en la distancia. 
Si yo fuese tú, no tiraría de ese hilo transparente que te sale del ombligo. Si tú fueses yo, todo esto sería tan interesante que mira, se me hace un nudo en la garganta de la emoción.

Me gustaría ser pitonisa y estafar a la vida, pero no sé por dónde empezar. Fui y volví tan rápido que parece que el paréntesis no se haya cerrado, parece que todavía queden huesos que roer y carnes que lamer en este infierno invernal, que no viceversa eh. Al fin y al cabo no fluimos porque no somos sangre. Ni hígado, ni diástole, ni sístole.

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